Siglo XVI: búsqueda de la identidad
Durante el reinado de los Reyes Católicos fue mayor y más intensa la influencia clásica. El idioma no aparece forzado en beneficio de la imitación latina: busca ya su propia y natural expresión. La prosa revela armonía y habilidad, aunque se tiende a lo abundante y, a veces, a lo superfluo. La Comedia de Calisto y Melibea, es obra maestra de la época, que condensa la tendencia humanista y lo popular, apuntadas en el Corbacho. Hay amaneramiento, párrafos largos. El verbo tiende a colocarse al final de las oraciones, y se notan, casuales o provocadas, algunas consonancias internas. El léxico es rico, expresivo, con latinismos (inmérito, fluctuoso, cliéntula, sulfúreo, diminuto, etc.) y con construcciones sintácticas latinas en infinitivo y departicipio llamado activo, pero no en la cantidad del periodo anterior.
El hipérbaton fue relegado, y junto con la oración extensa apareció la breve y bien construida, encerrando, a menudo, máximas y refranes. El idioma siguió despojándose de características medievales: queda la d como final; se generaliza la h que ya en Castilla no es aspirada (hazaña, holgar, herir, etc.), aunque la f inicial no desaparece del todo (fallar, fastar, fablar, hermosura, etc.). Se consolidó la adaptación fonética latina. En la morfología persistieron duplicidades (darvos y daros, os despiertan, vos han envidiado, etc.). La conjugación dejó las terminaciones -ades, -edes, -ides. Persistieron algunas formas aticuadas: ell alma, ell espada (el alma, la espada). Aparece frecuente el uso del artículo antepuesto al pronombre adjetivo posesivo: la tu casa, la mi pena.
Garcilaso de la Vega y Juan de Valdés
Hacia 1520, la lengua castellana no había llegado, en verdad, a su cumbre más alta. Era menester, para su perfeccionamiento, la aparición de un gran poeta y un gran prosista. Ellos son, esencialmente, Garcilaso de la Vega y Juan de Valdés, escritores con los cuales el idioma se hace nuevo y vigoroso y abandona su lastre medieval.
Ellos dirigieron el habla vulgar a alta categoría, tendiendo a la unidad fonética y léxica. El neologismo lícito, como ornamento o necesidad, fue la base del movimiento. El griego, el latín y el italiano eran, por otra parte, las fuentes principales.
Valdés incorporó del griego: paradoza, tiranizar, idiota, ortografía, etc. Del latín introdujo: ambición, excepción, superstición, objeto, decoro, paréntesis, insolencia, etc. Por su parte en el lenguaje poético, Garcilaso incorporó: aflito, superno, dubio, instruto, almo, ebúrneo, umbroso, etc.
Del italiano, Valdés propuso: dinar, entretener, discurrir y discurro, servitud, novela y novelar, cómo e incómodo, etc. Garcilaso, a su vez, usa: delgadeza, domestiqueza, selvatiquez, viso, etcétera.
Los galicismos fueron evitados y hasta ridiculizados. Los prosistas mantuvieron la construcción ciceroniana de la oración y de la frase. Así se forjó la nueva lengua, hondamente distinta de la medieval. Había que decir: exército y no huestes, confianza y no fiuzia, fatiga y no cuita, placer y regocijo y no solaz, esperar y no atender, preguntar y no pescundar, fácil y no raez, harto y no asaz, vez y no vegada, y muchas más.
Garcilaso no usó ninguna de las palabras descartadas por Valdés en su famoso Diálogo de la lengua, pero muchas de ellas se reincorporaron posteriormente, y algunas son voces actuales. Valdés trató de adaptar los cultismos a la fonética romance, y así pronuncia y escribe, en discrepancia con otros autores: sinificar, manífico, dino, efeto, seta, conceto, acetar, perfeción, solenidad, etcétera.
El siglo de oro: la penetración de extranjerismos
El idioma de Cervantes, el más alto ejemplo del siglo de Oro, ofrece un notable incremento de las palabras. Muchas voces extranjeras entraron por esa época en el habla castellana, especialmente de Italia, Francia y Portugal, además de las que llegaban continuamente de América.
Cervantes es el continuador de la teoría de Valdés: Habla llana, regida por juicio prudente.
Aunque en su lenguaje persisten formas gráficas y fonéticas de principios de siglo, es importante señalar gran cantidad de caracteres propios del idioma en esta época, que no sólo se redujo al aporte grecolatino y extranjero, sino que aumentó su caudal con recursos propios de la lengua.
Al periodo clásico pertenece la diferenciación de uso entre haber y tener, que se empleaban como transitivos y sinónimos en su sentido de propiedad o pertenencia. Haber queda como auxiliar de los tiempos compuestos, sin su antiguo valor transitivo, con rarísimas excepciones.
Es característica también de la época la alusión por medio de un pronombre a una idea no asentada anteriormente, cosa frecuente desde el MIO CID, y que lleva a veces a verdaderas anfibologías. Otro giro típico es la adjetivación de nombres equivalentes a símiles o metáforas concentradas.
El emeplo de las preposiciones comenzó a ajustarse al actual, y el complemento directo de persona o de cosa personificada aparece ya con preposición a, aunque algunos persisten en la forma antigua. Se formó ya un orden establecido para la construcción del verbo y de los pronombres átonos. El verbo al final de oración a penas se observa a finales del siglo XVI.
Garcilaso de la Vega y Juan de Valdés
Hacia 1520, la lengua castellana no había llegado, en verdad, a su cumbre más alta. Era menester, para su perfeccionamiento, la aparición de un gran poeta y un gran prosista. Ellos son, esencialmente, Garcilaso de la Vega y Juan de Valdés, escritores con los cuales el idioma se hace nuevo y vigoroso y abandona su lastre medieval.
Ellos dirigieron el habla vulgar a alta categoría, tendiendo a la unidad fonética y léxica. El neologismo lícito, como ornamento o necesidad, fue la base del movimiento. El griego, el latín y el italiano eran, por otra parte, las fuentes principales.
Valdés incorporó del griego: paradoza, tiranizar, idiota, ortografía, etc. Del latín introdujo: ambición, excepción, superstición, objeto, decoro, paréntesis, insolencia, etc. Por su parte en el lenguaje poético, Garcilaso incorporó: aflito, superno, dubio, instruto, almo, ebúrneo, umbroso, etc.
Del italiano, Valdés propuso: dinar, entretener, discurrir y discurro, servitud, novela y novelar, cómo e incómodo, etc. Garcilaso, a su vez, usa: delgadeza, domestiqueza, selvatiquez, viso, etcétera.
Los galicismos fueron evitados y hasta ridiculizados. Los prosistas mantuvieron la construcción ciceroniana de la oración y de la frase. Así se forjó la nueva lengua, hondamente distinta de la medieval. Había que decir: exército y no huestes, confianza y no fiuzia, fatiga y no cuita, placer y regocijo y no solaz, esperar y no atender, preguntar y no pescundar, fácil y no raez, harto y no asaz, vez y no vegada, y muchas más.
Garcilaso no usó ninguna de las palabras descartadas por Valdés en su famoso Diálogo de la lengua, pero muchas de ellas se reincorporaron posteriormente, y algunas son voces actuales. Valdés trató de adaptar los cultismos a la fonética romance, y así pronuncia y escribe, en discrepancia con otros autores: sinificar, manífico, dino, efeto, seta, conceto, acetar, perfeción, solenidad, etcétera.
El siglo de oro: la penetración de extranjerismos
El idioma de Cervantes, el más alto ejemplo del siglo de Oro, ofrece un notable incremento de las palabras. Muchas voces extranjeras entraron por esa época en el habla castellana, especialmente de Italia, Francia y Portugal, además de las que llegaban continuamente de América.
Cervantes es el continuador de la teoría de Valdés: Habla llana, regida por juicio prudente.
Aunque en su lenguaje persisten formas gráficas y fonéticas de principios de siglo, es importante señalar gran cantidad de caracteres propios del idioma en esta época, que no sólo se redujo al aporte grecolatino y extranjero, sino que aumentó su caudal con recursos propios de la lengua.
Al periodo clásico pertenece la diferenciación de uso entre haber y tener, que se empleaban como transitivos y sinónimos en su sentido de propiedad o pertenencia. Haber queda como auxiliar de los tiempos compuestos, sin su antiguo valor transitivo, con rarísimas excepciones.
Es característica también de la época la alusión por medio de un pronombre a una idea no asentada anteriormente, cosa frecuente desde el MIO CID, y que lleva a veces a verdaderas anfibologías. Otro giro típico es la adjetivación de nombres equivalentes a símiles o metáforas concentradas.
El emeplo de las preposiciones comenzó a ajustarse al actual, y el complemento directo de persona o de cosa personificada aparece ya con preposición a, aunque algunos persisten en la forma antigua. Se formó ya un orden establecido para la construcción del verbo y de los pronombres átonos. El verbo al final de oración a penas se observa a finales del siglo XVI.
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